Así explica el diseñador su particular imaginario para esta colección:
“De pie esperaban para ver la más gloriosa expresión de la belleza. Desde un balcón cercano les observaba en silencio, sumergiéndome en sus historias, en el movimiento de la comisura de sus labios, en sus miradas perdidas, en sus risas provocadas y en el fervor de la espera. Se abrieron las puertas, el campanazo marcó su salida del templo. Los tambores aceleraban el corazón. Aromas, de la primavera en ciernes, el del incienso y el olor del espíritu. Una gran fila de capirotes vestidos de luto y portando grandes cirios blancos encendidos intuía el inicio del paseo. Desde el balcón y a su paso, casi podía sentir en mi cara el calor que desde sus llamas encendidas se desprendía. La cera caía al suelo, en silencio, tiñéndose de manchas blancas, suaves, sinuosas.
En aquel momento pensé en ese extraño placer de poner el dedo en la cera derretida. La yema envuelta en una fina capa blanca de apariencia frágil, de un tacto suave como la seda. La cera en dedo hacía traslúcida la piel, como la cara de una novia detrás del velo. Miré otra vez hacia la multitud desde la altura del balcón y me invadió un extraño deseo de teñirlos a todos de blanco, de hacerlos traslúcidos a los ojos de los demás, de envolverlos en esa extraña neblina blanca, que permite intuir, pero no ver. De regalarles ese placer de sentir el calor sin arder, de rozarlos con la delicada seda blanca, de dibujarlos del color de la pureza y el aroma de azahar. Y de pronto, la música de la bambalina al golpear la barra del palio me despertó de mi letargo, de mi silencio, de mi silencio blanco”.